CULTURA
Cultura

Nazario: "Mi mayor desprecio va dirigido hacia todo lo que huela a mezquindad"

El tercer volumen de memorias del legendario dibujante de cómics y pintor revisita el lumpen y la espontaneidad callejeras que tanto amó en la Barcelona libertaria

Nazario, leyenda del cómic contracultural, en su casa de Barcelona.
Nazario, leyenda del cómic contracultural, en su casa de Barcelona.GORKA LOINAZARABA PRESS
PREMIUM
Actualizado

Nazario es una de las personas más libres que conozco. La primera vez que coincidí con él fue en 1991, en la tienda-editorial de cómics Makoki de la plaza barcelonesa Sant Josep Oriol, al ladito de sus queridas Ramblas, cuando el proyecto tebeístico de Borrallo y Carulla vivió un falso espejismo de bonanza al embarcarse en la publicación simultánea de tres revistas mensuales: la propia Makoki, la gore Splatter y la noir Torpedo. En un par de años la crisis del cómic les hizo cerrar las tres cabeceras, una crisis nacional que sigue vigente tres décadas después.

Con su bigotón tan poco barcelonés y su aspecto de señor cuarentón serio, Nazario me sorprendió en aquel entonces por su discreción y sus silencios. De vez en cuando soltaba ante los demás dibujantes contraculturales algún comentario jocoso, bromas que con el tiempo he reflexionado le sirven para camuflar su profunda timidez. Nadie lo diría sabiendo de su trayectoria, de sus desinhibidos paseos rambleros del brazo del mítico Ocaña o de esas descocadas fiestas setenteras en las que él mismo se presentaba travestido, cuando no directamente en pelota picada, como se decía antes. Pero muchos intuimos que, detrás de un gran exhibicionista, suele habitar un gran tímido.

Nazario Luque (Castilleja del Campo, Sevilla, 1944) sigue siendo Nazario para el mundo, porque así firma todos los cómics que lo convirtieron en estrella del underground: primero en su fanzine La piraña divina (1975), enseguida como ilustrador plagiado en la cubierta del disco Live: Take No Prisoners (1978) de Lou Reed, y más tarde en la revista El Víbora, para la que firmó la portada del número 1 en 1979 y dentro de cuyas revoltosas páginas alcanzaría mayor esplendor su detective trans Anarcoma. Ya en los 90, el autor de Alí Babá y los 40 maricones o Turandot se decantaría por una fructífera fase pictórica nutrida por naturalezas muertas redivivas por su virtuoso color y atención sensorial al detalle. Con el nuevo siglo, Nazario cultiva en paralelo otra rica etapa, la literaria, que nos ha regalado tres entregas autobiográficas: La vida cotidiana del dibujante underground (2016), Sevilla y la Casita de las Pirañas (2018), ambas para Anagrama, y Un pacto con el placer (Laertes, 2021).

Aunque se anuncia como una pieza añadida -en este caso otoñal- de sus memorias, la reciente Crónicas del gran tirano aporta algo más que otro eslabón autobiográfico: un episodio cercano en las vivencias del Nazario septuagenario y viudo (su trato cotidiano como amigo y benefactor con un grupo de sintecho alcoholizados en la Plaza Real, donde tiene su domicilio) que él sabe transformar en una metáfora contundente del ocaso de la vida. El relato arranca desde su ya tradicional atalaya y rol de mirón oficial de la colorida plaza a pie de ventana y balcón: "A ese grupo de alcohólicos, ahora inválidos, llevaba años observándolos y fotografiando sus movimientos cuando aún se movían sin necesidad de usar carritos", nos puntualiza.

¿El motivo del acercamiento de un artista reputado y famoso a ese grupo marginal frente a su hogar? La soledad tras la muerte de Alejandro Molina, su pareja durante 35 años: "Cuando murió Alejandro me quedé solo en mi isla desierta. Por supuesto que tenía mis amigos de siempre, aunque, tras dejar el alcohol y la barra de los bares, mis relaciones con ellos se habían apagado un poco. Con mi acercamiento a los alcohólicos inválidos que se pasaban el día en la plaza y con bajarles comida y escucharlos pacientemente, resurgía aquella educación religiosa de la que tantos esfuerzos me había costado desprenderme. A veces temía sentirme como una especie de Viridiana de Buñuel en el peor sentido. De pronto se despertó en mí un sentimiento humanitario que me impulsaba a ayudar a los que podían necesitarme, no ya solo dándoles de comer sino ofreciéndoles mi compañía".

Para saber más

De entre esos mendigos inválidos, destaca un marroquí muy carismático cuyo apodo da título al volumen: "Mich tiene la envergadura de los personajes de Conrad y él mismo tiene a gala ser un aventurero. Entre su pequeño círculo de colegas alcanza la categoría de jefe y como tal es respetado, envidiado y odiado, y él se aprovecha de ello. Tanto cuando estaba sano, como más tarde en su invalidez, tiraniza a sus subordinados y a los que pretenden ayudarle y reformarlo. Lector empedernido de novelas de Estefanía y guitarrista, cuentan que, acompañado de su inseparable amiga, la bailarina alemana Helga, se ganaban la vida actuando ante las terrazas de los bares para los turistas. Su historial carcelario permanece en la penumbra, pero cuando aflora, sus colegas siempre hablan de él con admiración. Por encima de todo, Mich es un gran seductor".

Un Nazario necesitado de hacer el bien, de arrimarse a la vida (por más que su catálogo de amantes y naturalidad para las relaciones casuales sigan resultando envidiables), empatiza como ex alcohólico con esa troupe mendicante de la plaza y a veces se implica demasiado. Aunque no tanto como para llegar a pasar miedo en un barrio tildado tradicionalmente de conflictivo: "Jamás he tenido problemas, excepto con la Guardia Urbana, con la que yo solo, o acompañado de Alejandro, tuvimos encontronazos, multas, visitas a comisaría y juicios, siendo en una ocasión condenados a estar tres días sin salir de casa".

Tampoco trata de imponer un cambio en el estilo de vida de sus nuevos amigos: "A cualquiera que me conozca someramente podría resultarle difícil de entender que un ex alcohólico intente prestar ayuda a alcohólicos, durante varios años, sin intentar convencerlos de que abandonen la bebida. Cada alcohólico hemos tenido unas razones para beber y cada uno tenemos que convencernos a nosotros mismos para tomar la decisión de dejarlo".

"Un sobrecogedor relato sobre los claroscuros del altruismo en la Barcelona indigente", reza la promoción del libro en su web oficial, aunque la frase se presta a tantas interpretaciones de tinte reaccionario que ni me molesto en consultar al autor sobre el particular. En cambio, me interesa más su visión de la metamorfosis de aquella Barcelona libre y plurisexual de los 70, que acogió a Nazario con sana admiración y entusiasmo por su arte provocativo, con respecto a la actual: "La vida por aquí, en el casco antiguo, ha ido sufriendo el mismo deterioro que todas las ciudades turísticas. El turismo lo trivializa todo y los gobernantes, para adularlo, contribuyen a esa destrucción de la idiosincrasia de cada ciudad. Curiosamente con la desaparición del grupo de alcohólicos y su entorno que retrato, ha habido una eficaz operación de limpieza y, ahora, ni siquiera se acercan por aquí, no ya los alcohólicos de paso, aquellos a los que di en llamar hombres sin rumbo, sino los acordeonistas rumanos o cualquier artista que quiera ganarse la vida, actuando ante las terrazas abarrotadas de turistas, por miedo a la Guardia Urbana. Esto no quiere decir que se haya erradicado la delincuencia ni que las calles hayan dejado de estar tapizadas de gente durmiendo".

No hay en ese Nazario altruista, sin embargo, ni un asomo de prepotencia condescendiente, de creerse por encima de los auxiliados ni voluntad de juzgar sus acciones, en ocasiones desesperadas; como jamás duda tampoco del beneficio de mantener una disposición de ayuda al prójimo. Pero ¿qué es lo que sí detesta Nazario en ese prójimo? "Mi mayor desprecio va dirigido hacia todo lo que huela a mezquindad. Un ser mezquino es incapaz de amar, de respetar, de ser tolerante o de admirar. Cuando da, siempre esperará recibir algo a cambio, aunque solo sea agradecimiento e incluso, tratándose de gente creyente, esperará recibir una recompensa en sus más allá. La mezquindad es como la envidia: lo contamina todo. La generosidad, algo que escasea hoy en día, supone, en cambio, respeto, ecuanimidad, desprendimiento y amor al prójimo".

Un hombre libre -que podría parecer un título de disco de Julio Iglesias- es una descripción bastante exacta de Nazario: su talante liberal, su espíritu desprendido y su libertad sexual los ha demostrado con el ejemplo. En cuanto a la experiencia erótica, sus libros de memorias están trufados de episodios de voyerismo a vecinos exhibicionistas o de ayudas monetarias a amantes que probablemente un escritor hetero acallaría nervioso. En Crónicas del gran tirano, sin embargo, se apacigua el ardor carnal de sus constantes temáticas en favor de una mirada más reposada y, también, melancólica.

Y es que la edad se hace sentir en quien es además un apasionado coleccionista: "Hoy me siento viejo y me abruma todo este legado de manuscritos, dibujos, bocetos, fotografías, películas y CD (soy un gran cinéfilo y un empedernido melómano), más las 15.000 piezas que componen mi colección de postales y fotografías antiguas de Sevilla y la Plaza Real, así como un sinnúmero de cerámicas del sello Pickman de Sevilla: un legado que no sé cómo quitármelo de encima, como un abultado y molesto equipaje. Y lo mismo con las ciento y pico de plantas y arbustos que un Alejandro jardinero cuidaba en la terraza de casa y ahora han quedado a mi cuidado. Luego están los enredos con el trabajo que me da mi próximo libro dedicado a los amantes en general… y los médicos".

Eso sí, pese a las penosas ausencias y los dichosos médicos, Nazario no ha dejado de ser un hedonista: "Creo que mi vejez es coherente con cualquier etapa de mi pasado. A mis amantes les he ido entregando y continúo entregándoles cada momento de mi vida y me resulta impensable cualquier salto atrás con la pérdida de presente que ello entrañaría. Conservo amantes que compartía con Alejandro desde principios de siglo. ¡Claro que ya no son lo que eran, pero yo tampoco!".

Crónicas del gran tirano

Editorial Anagrama. 208 páginas. 19,85 euros. Puede comprarlo aquí